Al maestro y amigo Roberto Férguson.
En
Neptuno 408, entre San Nicolás y Manrique, está el local de cuentapropistas
Seriosha, donde podemos encontrar de todo. Desde chuchos para la corriente
hasta camisetas de pinguerito. Pero al final, después de superar el tumulto,
chocamos con una barricada melódica e
imponente de miles de vinilos. Carlos regenta el puestecito Musical
Vynilo Disc For Sale. Un oasis donde sumerjirse en el recuerdo del folclore
musical cubano. Allí compré el primero del cieguito maravilloso Arsenio
Rodríguez, maestro del gran Rubén González y compositor de míticos boleros como
“Blanca paloma” o “La vida es un sueño”. Los “Grandes éxitos” del eléctrico y
melancólico bárbaro del ritmo Beny Moré. La “Cronología musical de la Revolución Cubana”
en la voz de Carlos Puebla, con clásicos como “Traigo de Cuba un cantar” o “Y
en eso llegó Fidel”. “Mi verso es
como un puñal” con Pablo musicalizando los poemas de Martí. “Causas y azares” de Silvio cantando
arena y espuma y engendrando la maravilla con el amor. Y otros vinilos, que
narran la historia del pueblo, como los discursos del Comandante en Jefe o la “Carta del Che leída por Fidel” en saludo
al IX Aniversario de la
Revolución desde la Dirección Nacional
de los CDR. Pero además, también descubrí auténticas joyas musicales tan
extrañas y variopintas como “Off the
Wall” de Michel Jackson editado en México o la edición búlgara de “Greatest Hits” de Stevie Wonder.
Pero
jamás pude encontrar ese vinilo que busqué cual tesoro en todos y cada uno de
los rincones de La Habana,
desde La Lisa
hasta Alamar, pasando por Rancho Boyeros
o el Cotorro. Carlos fue mi guía y gurú. Oráculo en do menor. A su auxilio
acudía después de cada fracaso tras ese nuevo eslabón que me pusiera rumbo a la
pista definitiva. Después del viejito Jorge, coleccionista metódico del
bolero-son, conocí a Vladimir, hijo de un diplomático ruso y una negra lucimí
de Palo Cagao, que puso patas arriba la casa de su ex-mujer pensando que allí
estaría el primer y último vinilo de la gorda Freddy. La infructuosa
inspección, con discusión familiar incluida, me llevó al nostálgico Nelson,
guaguero jubilado y abakua de corazón, con el que pasé unas tardes inolvidables
en su casita de Cayo Hueso rememorando su juventud y escuchando, en su vieja RCA Víctor, a grandes
clásicos como Bola de Nieve, el Conjunto Matamoros, Eusebio Delfín o Eliseo
Grenet y viéndole llorar emocionado al escuchar la voz de Manuel Álvarez Mera
cantando “Estás en mi corazón” de
Lecuona. Pero llegué con retraso a mi última intentona. Carlos, desesperado e
impotente por ayudarme, sacó su as de la manga y me entregó el contacto
decisivo del que fue su yunta y se convirtió con el tiempo en su enemigo
íntimo. ¡Pero chico, ni le pronuncies mi nombre! Después de la sugerencia,
Carlos me escribió en una de sus tarjetas, como si estuviera revelándome un
gran secreto, las señas del antiguo socio. Pero Miguelito Fernández, un tipo
afable y muy hablador, ya había vendido por diez fulas el disco de Freddy a un
turista francés, hacía casi un año. Disfrutando del café que me brindó su
señora, pensé que a lo mejor, ahí, a la vuelta de mi cuadra, alguien lo estaría
escuchando en la eterna noche o
quizás ignoraba por completo ser dueño del vinilo arrojado al polvo y al olvido
cruel de las humedades y el tiempo.
Tuve
que conformarme con el cassette de Freddy, Made in Canada, regalo de mi amigo
Roberto Férguson, editado por Egrem como tesoro fonográfico de Cuba dentro de
la colección “Las Voces del Siglo,
grabaciones históricas que recogen momentos imborrables del acontecer sonoro de
la Isla a lo
largo del Siglo XX”. Más tarde Férguson también me lo pasó a un cd que
he pregrabado hasta la saciedad para
todos aquellos amantes del feeling. A
él tengo que agradecer, entre otras cosas, que me diera a conocer la existencia
de la eterna voz de Freddy. Férguson abrillantó sus pómulos gelatinosos, infló
ese globo negro y sonoro articulado por cuerdas trasparentes. La rescató, la
resucitó en exclusiva para mí desde su tumba sin tener que ir hasta Puerto
Rico, donde murió en el año 1961 con veintiséis años y tras un buen empacho que
fue la gota de grasa que colmó el vaso. Allí se quedó por siempre jamás. Las
hipótesis sobre su muerte son varias. Su cuerpo nunca se repatrió, quizás
debido al elevado costo de transportar un bulto tan pesado en el avión o
sencillamente no se encontró lugar donde meterla sin tener que descuartizarla
en pedacitos. Fredesvinda García natural de Céspedes, Camagüey, trabajó
como empleada del hogar casi toda su
vida. En su tiempo libre, tal y como me contó mi amigo José Antonio Rodríguez,
con su tono grave de profeta, recorría todas las bodegas, bares y cantinas
habaneras donde a última hora de la noche y hasta que despuntara el alba, se
reunía la farándula capitalina. Así comenzó Freddy a cantar, siempre a capela,
para ocupar más tarde el escenario del Salón Rojo del Hotel Capri, donde logró
el éxito. O el éxito la logró a ella, sentadita con su trago en un lateral del
escenario y acompañada por la orquesta de Humberto Suárez. Después, como el Ave
Fénix, pasó por el Saint John, grabó su disco y salió de gira por las Américas
para nunca volver.
Persiguiendo a Freddy descubrí también dos
libros de Guillermo Cabrera Infante donde cuenta que La Estrella, como así la
llamó, murió entre cientos de esqueletos
en México y no en San Juan. También, que “no
quedó de ella más de que un disco mediocre con un aportada de un mal gusto
obsceno”. Es verdad que Freddy aparece en la portada grotescamente fea,
maquillada hasta el aburrimiento y peinada como una sandunguera faraónica. Por
desgracia el diseño de portadas musicales en aquella época no cayó en manos de
aquellos que, como Eduardo Muñoz Bachs, René Azcuy, Ñiko o Alfredo Rotsgaard,
convirtieron el cartel del cine cubano en un referente a nivel mundial. ¿Pero,
un disco mediocre? No son de extrañar los criterios del infante difunto con el
que, por suerte, sólo compartí mi pasión por los habanos y por la gorda Freddy.
Algunos pretendieron adjudicar al autor de “Tres tristes tigres” el honor de “convertir a Freddy en un mito musical tan
pesado como las trescientas cincuenta libras de peso en vida”. Pero la
verdad es que Freddy, nunca fue de nadie y a nadie tendrá que agradecer el
privilegio de su voz. Ni al que escribió sobre ella, ni a la que se atrevió a
versionarla y se autoproclamó diva del pueblo. Como diría la propia Fredesvinda
siendo entrevistada para la revista venezolana Élite, durante su gira por
América: “…tengo
algunos enamorados, pero no he escuchado promesas. Por ahora, cantar y
gustar. Esto es todo.”
Encontré
casi sin quererlo una re-edición del disco de Freddy en formato cd en la tienda
de discos La Metralleta,
situada en la madrileña calle de la
Montera, por la que de vez en cuando me dejo caer arrastrado
por la añoranza cubana de encontrar, en su sección de música latina, alguno de
esos clásicos que actúan como antídoto a esa enfermedad que es la nostalgia. En
la portada, también poco afortunada, la gorda fue sustituida por una pareja
bailando, quizás, al compás de “Freddy”,
canción que Ela O´Farrill le regalo para que mitigara las penas de las horas vividas y perdidas. A veces pienso
que Freddy es quien me persigue. En esos días en los que sueño con volver corro
a darle al play para abrirle esa puertecita digital que me transporta en el
espacio hasta alguna oscura calle de Centro Habana en la que aún resuena el eco
de su voz tras una aguja desgastada.
El
desengaño pequeñoburgués que sufrí al no poseer aquel objeto codiciado de
petróleo circular deparó en profundas experiencias musicales, al lado de esos
hombres con los que compartí una afición que fue más allá de la pura melodía.
Seguiré persiguiendo a Freddy. Imaginándola en blanco y negro mientras el tipo
duro enciende su cigarrillo y apura un último trago en el preciso instante que
la sala queda en completo silencio y se ilumina el escenario. El humo surge
entre bambalinas como la neblina de las ciénagas y una figura torpe e inmensa
aparece enfocada por el cañón de luz, acompañada por el sonido de unos tambores
lejanos a los que se van sumando los vientos metálicos del viejo jazz. Bajo una
atmósfera de suspense, la gran mole pone en marcha sus cuerdas vocales en las
que confluyen amor y dolor en perfecta armonía con “Noche de Ronda”. Afuera la lluvia repica sobre los tejados y
arrastra el recuerdo de Freddy, Rampa abajo. Hasta el Malecón, más allá del
mar.
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